jueves, 4 de septiembre de 2014
IV. Volver al principio de individuación
Acerca de este artista ingenuo proporciónanos alguna enseñanza la analogía
con el sueño. Si nos imaginamos cómo el soñador, en plena ilusión del
mundo onírico, y sin perturbarla, se dice a sí mismo: «es un sueño, quiero
seguir soñándolo», si de esto hemos de inferir que la visión onírica
produce un placer profundo e íntimo, si, por otro lado, para poder tener,
cuando soñamos, ese placer íntimo en la visión, es necesario que hayamos
olvidado del todo el día y su horroroso apremio: entonces nos es lícito
interpretar todos estos fenómenos, bajo la guía de Apolo, intérprete de
sueños, más o menos como sigue. Si bien es muy cierto que de las dos
mitades de la vida, la mitad de la vigilia y la mitad del sueño, la
primera nos parece mucho más privilegiada, importante, digna, merecedora
de vivirse, más aún, la única vivida: yo afirmaría, sin embargo, aunque
esto tenga toda la apariencia de una paradoja, que el sueño valora de
manera cabalmente opuesta aquel fondo misterioso de nuestro ser del cual
nosotros somos la apariencia. En efecto, cuanto más advierto en la
naturaleza aquellos instintos artísticos omnipotentes, y, en ellos, un
ferviente anhelo de apariencia, de lograr una redención mediante la
apariencia, tanto más empujado me siento a la conjetura metafísica de que
lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en
cuanto es lo eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente
redención, la visión extasiante, la apariencia placentera: nosotros, que
estamos completamente presos en esa apariencia y que consistimos en ella,
nos vemos obligados a sentirla como lo verdaderamente no existente, es
decir, como un continuo devenir en el tiempo, el espacio y la causalidad,
dicho con otras palabras, como la realidad empírica. Por tanto, si
prescindimos por un instante de nuestra propia «realidad», si concebimos
nuestra existencia empírica, y también la del mundo en general, como una
representación de lo Uno primordial engendrada en cada momento, entonces
tendremos que considerar ahora el sueño como la apariencia de la
apariencia y, por consiguiente, como una
satisfacción aún más alta del ansia primordial de apariencia. Por este
mismo motivo es por lo que el núcleo más íntimo de la naturaleza siente
ese placer indescriptible por el artista ingenuo y por la obra de arte
ingenua, la cual es asimismo sólo «apariencia de la apariencia».
Rafael, que es uno de esos «ingenuos» inmortales, nos ha
representado en una pintura simbólica ese quedar la apariencia
despotenciada a apariencia, que es el proceso primordial del artista
ingenuo y a la vez de la cultura apolínea. En su Transfiguración
la mitad inferior, con el muchacho poseso, sus desesperados
portadores, los perplejos y angustiados discípulos, nos muestra el reflejo
del eterno dolor primordial, fundamento único del mundo: la «apariencia»
es aquí reflejo de la contradicción eterna, madre de las cosas. De esa
apariencia se eleva ahora, cual un perfume de ambrosía, un nuevo mundo
aparencial, casi visionario, del cual nada ven los que se hallan presos en
la primera apariencia - un luminoso flotar en una delicia purísima y en
una intuición sin dolor que irradia desde unos ojos muy abiertos. Ante
nuestras miradas tenemos aquí, en un simbolismo artístico supremo, tanto
aquel mundo apolíneo de la belleza como su substrato, la horrorosa
sabiduría de Sileno, y comprendemos por intuición su necesidad recíproca.
Pero Apolo nos sale de nuevo al encuentro como la divinización del
principium individuationis, sólo en el cual se hace
realidad la meta eternamente alcanzada de lo Uno primordial, su redención
mediante la apariencia: él nos muestra con gestos sublimes cómo es
necesario el mundo entero del tormento, para que ese mundo empuje al
individuo a engendrar la visión redentora, y cómo luego el individuo,
inmerso en la contemplación de ésta, se halla sentado tranquilamente, en
medio del mar, en su barca oscilante.
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