jueves, 4 de septiembre de 2014
III. IV La voluntad y el mundo del arte
Aquí hay que manifestar que esta armonía, más aún, unidad del ser humano
con la naturaleza, contemplada con tanta nostalgia por los hombres
modernos, para designar la cual Schiller puso en circulación el término
técnico “ingenuo”, no es de ninguna manera un estado tan sencillo,
evidente de suyo, inevitable, por así decirlo, con el que tuviéramos
que tropezarnos en la puerta de toda cultura, cual se fuera
un paraíso de la humanidad: esto sólo pudo creerlo una época que intentó
imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y que se hacía
la ilusión de haber encontrado en Homero ese Emilio artista, educado junto
al corazón de la naturaleza. Allí donde tropezamos en el arte con lo
“ingenuo”, hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apolínea: la
cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos,
y haber obtenido la victoria, por medio de enérgicas ficciones engañosas y
de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su
consideración del mundo y sobre una capacidad de sufrimiento sumamente
excitable. ¡Más qué raras veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar
enredado en la belleza de la apariencia! Que indeciblemente sublime es por
ello Homero, que en cuanto individuo mantiene con aquella cultura apolínea
popular una relación semejante a la que mantiene el artista onírico
individual con la aptitud onírica del pueblo y de la naturaleza en
general. La “ingenuidad” homérica ha de ser concebida como victoria
completa de la ilusión apolínea: es ésta una ilusión semejante a la que la
naturaleza emplea con tanta frecuencia para conseguir sus propósitos. La
verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia ésta alargamos
nosotros las manos, y mediante nuestro engaño la naturaleza alcanza
aquélla. En los griegos la “voluntad” quiso contemplarse a si misma en la
trasfiguración del genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a sí
misma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser glorificadas,
tenían que volver a verse en una esfera superior, sin que ese mundo
perfecto de la intuición actuase, como un imperativo o como un reproche.
Esta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes
reflejadas como en un espejo, los Olímpicos. Sirviéndose de este espejismo
de belleza luchó la “voluntad” helénica contra el talento para el
sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un talento
correlativo del artístico: y como memorial de su victoria se yergue ante
nosotros Homero, el artista ingenuo.
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